Espeja de San Marcelino-Orillares-Cañón del rio Pilde

El sábado 3 de Diciembre ha
amanecido con una densa niebla sobre la ciudad. Buen augurio de que nos espera
una mañana de cielo azul, a medida que el sol vaya fundiendo en claridad la
húmeda bruma que ahora le impide brillar en lo alto. Así lo afrontamos y con la
puntualidad de que hacemos gala en cada salida, iniciamos el viaje hasta Espeja
de San Marcelino quince entusiastas componentes del grupo: Angel, Julián,
Julia, Maribel, Feli, Alicia, Chus, Asun, Enedina, su marido Javier, Gema,
Cándido (amigo de Gema), Emi, Ana de la Hoz y quien esto escribe. Hacemos el
viaje en los coches de Enedina, Emi y Alicia.
El paso por localidades como Navaleno y
San Leonardo nos hace recordar y comentar en el coche que viajo, y que comparto
con Alicia (nuestra conductora), Julián, Gema y Maribel, alguna noticia que ha
estado de actualidad últimamente, como la reciente concesión de una estrella
Michelin al restaurante “La lobita” o el progresivo y esperanzador
reflotamiento de la empresa “Puertas Norma”. Y así, en animada tertulia, tras
dejar atrás poblaciones como Santa María de la Hoyas, Muñecas, Orillares, nos
plantamos en Espeja de San Marcelino, punto de partida de nuestra ruta
sabatina.
La temperatura es de -1 grado. Hay que
enfundarse guantes y gorro para combatir los rigores del tiempo. Pero a medida
que avanzamos, el sol va abriéndose en el horizonte y reconfortando nuestra
temperatura corporal. El camino inicial es una amplia pista forestal, que
enseguida dejamos atrás, para pasar a la carretera de asfalto que une las
localidades de esta parte suroccidental de la provincia con otras de Burgos,
aunque es un tramo corto y enseguida nos adentramos por una nueva pista
forestal, en dirección a Guijosa.
El paisaje que se nos ofrece a la vista es
sorprendente por su variedad y colorido: la vertiente más oriental, una extensa
llanura con alguna suave ondulación del terreno, está dedicada al cultivo del
cereal que, aún cuando estamos todavía en otoño, algunas parcelas despuntan ya
un verde casi primaveral de las siembras más tempranas. Estos cultivos

se alternan con otras parcelas de barbecho
o rastrojo. La parte occidental está ocupada por una masa forestal de pinos,
principalmente de la variedad pino negral, como una prolongación de los pinares
que descienden de la vertiente norte de nuestra provincia y se extienden hacia
el sur y la provincia de Burgos. 
Bordeamos el pueblo de Guijosa y nos
acercamos hasta las ruinas de lo que fue el Convento de los Jerónimos (¡no
solamente en Madrid tienen otro dedicado al mismo santo!). El citado convento
tuvo su época de esplendor en el siglo XV, con la ocupación de monjes que se
dedicaban, entre otras tareas, al cultivo de las tierras que le rodeaban y
constituían la riqueza principal de esta propiedad de la Iglesia. En el siglo
XIX y con la desamortización de Mendizábal de los bienes de la Iglesia el
convento perdió sus privilegios y fue abandonado por los monjes que allí
vivían. Y ya en el siglo XX, en 1939, finalizada la Guerra Civil, los
habitantes del pueblo acabaron por demolerlo para impedir el retorno de los
antiguos moradores y reclamar las tierras como propiedad de sus vecinos. Hoy
día solo queda en pie el hastial de la pared del campanario, algún pequeño muro
circundante y poco más, salvo que alguien ha querido conservar la memoria colectiva
este vestigio histórico y han instalado en las inmediaciones dos cómodas mesas
de cemento, con sus correspondiente asientos del mismo material, para hacer más
agradable la permanencia de los visitantes que por allí se acercan. Y sin
pensarlo dos veces, en este recoleto paraje con resonancias históricas de otra
época, a la sombra de los pocos enebros que por allí se alzan, nos acomodamos
para hacer el almuerzo de rigor y la necesaria reposición de fuerzas. El sol es
ya nuestro aliado, así que la obligada parada transcurre con total placidez,
tanto por la temperatura, como por la variedad de viandas dispuestas sobre la
mesa.
Tras la degustación y disfrute compartido
de nuestros pertrechos gastronómicos ( no ha faltado la tortilla, embutidos
variados, frutos secos, la bota de vino, un café caliente…), el sherpa advierte
que nos quedan cinco minutos para reiniciar la marcha. Disciplinados como
somos, no concedemos a nuestra natural tendencia a la “cortesía impuntual” ni
un minuto y, recogidas las mochilas y los desperdicios del tente en pie,
enfilamos hacia el cañón del río Pilde, aunque mejor sería decir del arroyo Pilde, si bien en este caso el volumen de
la corriente de agua es inversamente proporcional a la belleza que presenta por
lo que luego descubriremos.
Avanzamos por otra cómoda pista forestal
hacia nuestro objetivo y apenas un kilómetro más adelante nos encontramos
frente al cañón citado. El arranque por el mismo es el típico paso angosto de
todo desfiladero, como consecuencia del repliegue hacia dentro de las moles
rocosas que emergen en este hábitat. Pero unos metros más adelante, nos damos
de bruces con una estampa de singular belleza: sobre la base de las rocas que
forman el desfiladero se han originado unas oquedades, que dan lugar a la formación
de cuevas y caprichosas galerías en la piedra, comunicadas entre sí y
proyectadas hacia el exterior, cual si hubieran sido perfiladas por un
caprichoso diseñador de la naturaleza. Al pie de las rocas, el río (riachuelo)
Pilde forma algunos pequeños estancamientos de agua, de un color verde
esmeralda, que completan la belleza especial del entorno. El tramo es corto,
pero sin duda compensa la visita a este lugar por su indudable valor
paisajístico. No podía faltar la presencia de buitres y otras rapaces, como
fieles guardianes de estos parajes, que constituyen su hábitat privilegiado.
Las cámaras fotográficas no cesan en su trabajo y cada cual se lleva impresas
las imágenes de este desconocido rincón de la geografía soriana, que ratifica
en la impresión de que nuestra provincia esconde recónditos espacios de culto a
la madre naturaleza.
Con el buen gusto de boca que nos ha
dejado este enclave natural, enfilamos hacia la localidad de Orillares. Al
acercarnos al pueblo, observamos una pequeña concentración de vecinos sobre lo
que parece una mesa de escasa altura. No tardamos mucho en conocer el motivo de
la animada confluencia de lugareños: acaban de sacrificar un cerdo y celebran
el rito de la matanza, a la manera tradicional de nuestra tierra. El marrano todavía
yace sobre la mesa del sacrificio, abierto en canal, y esperando su traslado al
lugar del oreo de sus carnes, mientras las mujeres, en un local próximo al
lugar del patíbulo, se afanan en preparar las morcillas y otras tareas anexas a
la continuidad del buen aprovechamiento del sacrificado gorrino. Nos reciben
con exquisita hospitalidad y nos invitan a degustar los productos típicos con
que se obsequian a los participantes en la
matanza: pastas, rosquillas caseras, moscatel, etc.

Aceptamos su cortesía y
probamos las delicias de su cocina. Tras agradecer su gesto, emprendemos la
marcha en dirección a Espeja de San Marcelino, pero antes nos quedan por
visitar un par de emblemáticos paisajes de esta tierra.
Bordeando el pueblo, nos acercamos a
conocer la “Vía ferrata” próxima al municipio (apenas 500 m. del núcleo
poblacional). Una vía ferrata es un itinerario, tanto vertical como horizontal,
equipado con diverso material como clavos, grapas, presas, pasamanos, puentes
colgantes, etc. y un elemento de seguridad que es un cable de acero fijado
sobre la pared de rocas de difícil acceso (normalmente, desfiladeros de paredes
verticales de distinta altura), que se puede completar con otros cables
volantes, en forma de tirolinas, para facilitar el desplazamiento. Al cable de
acero se fijan los mosquetones de seguridad, que unen el arnés del deportista
con esta vía de hierro ( de ahí el nombre “vía ferrata”), además de otros
elementos de protección, como casco, guantes, disipador de energía, distintas
cuerdas o cordines de amarre, etc. Hay que señalar que esta vía ferrata es la
única que hay en Soria y la primera que se ha completado en Castilla y León.
Hay otra en la provincia de León, sobre el cauce del rio Cares, cerca de la
población de Posada de Valdeon. En España existen numerosas vías ferratas
distribuidas por las distintas Comunidades Autónomas, algunas de las cuales
datan de finales del siglo XIX , como las ya famosas clavijas de Cotatuero, en
el parque de Ordesa. 

La de Espeja, recorre longitudinalmente las paredes del
desfiladero de La Torca. Cuando llegamos, tuvimos la suerte de ver en acción a
cinco jóvenes que iniciaban la ruta por esta vía de hierro, colocada a 2-3
metros sobre el suelo para salvar el cauce del río que circula por el fondo del
barranco (aunque no siempre lleva agua). La actividad, como puede suponerse,
requiere un mínimo de destreza en el manejo de los elementos de seguridad,
resistencia física, habilidad para desplazarse y algo de pericia para mantener
el equilibrio.

Volvemos sobre nuestros pasos y accedemos
directamente al pueblo con la intención de contemplar la pasarela colocada en
la parte más elevada del desfiladero. Este estratégico pasadizo colgante, a
escasos 5 minutos del núcleo poblacional, es un
puente de hierro, completado con un arco del mismo material por encima del
tendido horizontal, que une los extremos más elevados del citado barranco.
Situados en lo más alto de esta pequeña montaña rocosa, tenemos una perspectiva
en picado sobre el fondo que constituye el cauce del río visitado anteriormente
y desde el cual podemos ver a los esforzados barranquistas, que continúan con
su intento de atravesar las paredes de este tajo espectacular. 

Les animamos a
continuar su ruta y a finalizarla sin incidencias. Nuevamente sesión de fotos
ininterrumpidas para conservar el recuerdo visual de nuestro paso por otro
lugar con encanto.

Cambiamos la rutina y en lugar de
finalizar nuestro recorrido con el ya tradicional refrigerio en la cafetería
“El Lago”, lo hacemos en el Centro Social y Cultural de Espeja, mientras
comentamos y mostramos cada uno las fotos que hemos tomado de los lugares que
nos han sorprendido por su particular belleza.

Ha sido un descubrimiento más, pero
todavía nos quedan tantos espacios por conocer, como entusiasmo por explorarlos.

Soria, 3 de diciembre de 2016

  

                                                                                Agnelo Yubero

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