ENTRE AGUAS VERDES, UNCINATAS Y PEÑA NEGRA
Soria, 10 Junio, 2023
El título de la crónica podría parecer la propuesta de definición de vocablos para completar un crucigrama de temas medioambientales. Y si es verdad que todo relato de nuestras rutas llevan el sello personal y el interés pasional por describir el camino andado, en este caso, no es intención de este cronista jugar a las adivinanzas con las expresiones lingüísticas empleadas para describir unos parajes que han dejado imborrables impresiones y sensaciones (menos agradables para las piernas) a quienes hemos tenido la suerte de conocer, disfrutar y recrearnos en lugares, alturas o paisajes que brinda nuestra privilegiada geografía. Sencillamente, el título pretende compendiar, en pocos términos, la belleza paisajística y ambiental de nuestro recorrido por altozanos de pinares visontinos, a caballo entre la serranía soriana y la riojana.
A las 7,30 h. nos hemos dado cita en el lugar habitual de partida para acercarnos hasta el origen de la ruta, el punto de nieve de Santa Inés. La concurrencia es algo inferior que en anteriores salidas, pero no olvidamos que hoy celebramos en Soria el festejo sanjuanero del “Lavalenguas”, y, tal vez, ha hecho difícil, para algunos, compatibilizar el placer de acudir a Valonsadero y a la vez ocupar la mañana caminando entre pinares (aunque también ha habido quienes han hecho compatibles ambos “placeres”).Y bien que notamos la celebración de este día, porque la N-234 a estas horas tempranas ya presenta abundante tráfico para acceder a nuestro familiar monte, aunque podemos circular sin grandes agobios hasta el desvío hacia Valonsadero.
Poco antes de las 8,30 hemos alcanzado nuestro destino. Y cumplimentado el ritual de todo comienzo de ruta, nos ponemos en marcha hacia nuestro primer objetivo a visitar: la Laguna Verde.
Tenemos un inicio amable de camino: una cómoda pista fácilmente transitable, que va ganando en altura, sin que ello suponga mayores exigencias para el caminante. Conservamos todavía intactas las energías, a la espera de mayores esfuerzos. El bosque huele a humedad y el ambiente parece perfumado con la alianza de olores que desprenden los altivo pinos que flaquean nuestro paso, el brezo que alfombra los suelos o el musgo que tapiza piedras y pedregales desprendidos de los canchales que parecen amurallar las laderas del territorio boscoso.
El pino, ese gran colonizador de estos parajes, se nos muestra en todo su esplendor y, algo más: en toda su grandeza y su pureza. En su grandeza, por su resistencia y madurez con el paso de los años y los siglos: vemos pinos más que centenarios, que nos recuerdan el apelativo que en otros parajes pinariegos reciben estos ejemplares, tipificados como “los Abuelos del bosque”. Pinos de descomunal tronco y multitud de apéndices retorcidos y envejecidos. Y en su pureza, porque de sus ramas cuelgan largos líquenes, a modo de canosa barba del sabio anciano, que nos hablan del ambiente sano, incontaminado, impoluto, sobre el que hunden sus raíces y que ha constituido la mejor medicina natural para su longevo desarrollo y permanencia, donde los vientos, el sol, el agua, el hielo, la niebla…parecen ejercer un extraño hermanamiento para proteger este prodigio natural que la naturaleza ha depositado en estas tierras. Y ahí tenemos a Alberto, nuestro guarda mayor y acreditado conocedor de los temas medioambientales de los que nos informa con infinita paciencia, fotografiándose envuelto entre estos líquenes, como si quisiera transfigurar su condición humana por la esencia que representan estas luengas barbas arbóreas.
Pero la pista amable que transitamos pronto nos abandona…y ahora debemos caminar sobre el incierto suelo que conduce hasta el primer objetivo. Y digo incierto porque es el mejor término que expresa nuestra situación: no hay camino alguno marcado, vamos monte a través, y nos debemos guiar por el sistema telemático de orientación que marca el móvil de Ángel, nuestro guía. Y el suelo que pisamos no es un camino de rosas: debemos asegurar la pisada sobre piedras húmedas, cuando no cubiertas de musgo, que hacen fácil el deslizamiento y la consiguiente caída, que nadie deseamos. En otras ocasiones, es el desconocido grosor del brezo sobre el que plantamos la bota o la rama traicionera de algún arbusto que enmaraña el trazado de nuestro recorrido. .
Con acierto y fortuna, a partes iguales, hemos sorteado estos obstáculos y por momentos parece que hemos llegado a terrenos más despejados y de menor dificultad para mantener el equilibrio. Pero ahora son gruesos peñascos salpicando el camino los que se interponen en nuestro trayecto, que vamos esquivando con las debidas precauciones para continuar este accidentado itinerario, hasta alcanzar la orilla de un espectacular enclave de agua y color (difícil el acceso hasta allí para los visitantes ocasionales sin los imprescindibles GPS), conocido como La Laguna Verde. Nos hallamos ante un paisaje de resonancias casi mágicas, escondido entre moles pétreas que no facilitan la localización de su entorno, flanqueado por la espesura de la masa arbórea que, a modo de guardia pretoriana, circundan este prodigioso embalse de agua tranquila y cristalina, como si quisieran proteger su pureza y naturaleza
incontaminada. Y lo que encontramos aquí es un espectáculo natural de luz, color y sonido: de luz, porque los rayos solares iluminan la superficie cristalina de sus aguas, a la vez que sirven de espejo a los pinos que en ella se reflejan, cual sombra luminosa que penetra en el caudal tranquilo y remansado de su interior. De color, porque el tono verde esmeralda de sus aguas, salpicadas de nenúfares y algas que flotan en la superficie, rivaliza en belleza y diversidad con el verde envolvente de la variedad de pinos a su alrededor, testigos mudos y, a la vez, vivientes del acogedor rincón en el que se hermanan. Y el sonido lo pone el croar de las ranas, que nos avisan de su presencia y nos trasladan el mensaje de que su hábitat está en ambientes de aguas limpias y alejadas de otros elementos perturbadores de este idílico espacio.
No podía ser de otra forma y aquí mismo, al borde del contorno de esta bellísima laguna, posamos para la foto de rigor que recuerda nuestro paso y admiración por el lugar visitado. No tenemos a Ricardo, el fotógrafo del grupo para estas ocasiones, pero ahí está Lolo, consorte de Marian, que improvisa un artesanal trípode con los bastones de caminar para sustentar el móvil. Y ahí queda nuestra imagen, fundida entre la luz y el color que emanan del ambiente.
Pero además, el entorno nos ofrece otras modalidades de la biodiversidad que engalana este pinar visontino: nos referimos a una clase de pino, conocido como uncinata, comúnmente llamado pino negro. Y de nuevo Alberto, con su habitual didáctica de profesor medioambiental, nos va desgranando las características del ejemplar que puebla este espacio. Me quedo con dos o tres datos: se desarrolla en altitudes entre los 1600 y 2200 metros, presenta una disposición de su ramaje en forma cónica o piramidal (semejantes al abeto), muy denso y oscuro. Sus acículas se distinguen por su aspereza, aunque poco punzantes, y de mayor tamaño que las del pino albar, así como una presencia muy densa sobre las ramas. Por último, hace buen “maridaje” con el pino albar, hayas o abetos. No hay duda que las caminatas sirven también para ampliar nuestros conocimientos del medio (asignatura que en nuestro tiempo se conocía como Geografía Física).
Y con el uncinata a nuestras espaldas y el entorno silencioso que emana de la Laguna Verde (solo roto por el canto de las ranas), reiniciamos la marcha, a través de una vertiente ascendente para encaminarnos hacia la cuerda que sirve de límite entre la serranía riojana y la soriana. De nuevo nos enfrentamos a otra subida como parte inevitable del trayecto marcado, aunque, en este caso, con el aliciente de que una vez coronada será el momento de reponer fuerzas y hacer el merecido descanso gastronómico. Nos vamos aproximando a lo que se conoce como “puesto de las palomas”. Y el nombre no es caprichoso: a través de esta línea podemos observar varias edificaciones semicirculares en piedra, de escasa altura, (apenas alcanzan 1,50 m), que han servido de lugar de avistamiento del paso de las palomas y su previsible abatimiento en la época autorizada de caza, algunas de las cuales parece llevan tiempo sin utilizarse, en tanto otras presentan un aspecto más pulcro y de uso reciente. Y allí, sobre el límite superior de uno de estos puestos de observación cinegética, descargamos las mochilas o buscamos la piedra saliente más cómoda para dar cuenta del bocadillo y refrescar nuestras gargantas, con el tinto que hoy, además, disfrutamos por partida doble: un estimulante Rioja que nos ofrece Lolo y el tinto de la bota con el nombre del grupo que siempre nos acompaña.
Y si he hecho mención del singular pino unciata que por estos parajes asienta sus reales, es de justicia también poner en valor a otro elemento vegetal, más humilde en su apariencia, pero no menos importante en la conservación del suelo y la pujanza que confiere a estos pinares. Me refiero al brezo, vegetal de crecimiento rastrero que inunda la superficie donde nos hallamos. Resulta muy habitual encontrarlo donde crecen pinos ya que estos aportan acidez al suelo y eso es justo lo que el brezo necesita. Ayuda a mantener el sustrato húmedo de los suelos, lo que sin duda es un factor decisivo en la conservación de las especies más altivas que lo miran desde arriba. Presenta además un decoroso aspecto estético, manifestado en la variedad de colores de sus flores, dependiendo de la especie que podamos observar. En definitiva, aunque escaso de altura en crecimiento, es fuerte en sus prestaciones medioambientales para las especies con las que se aúna para su mejor protección.
Como ya es habitual, el tiempo de asueto se nos hace corto, pero nuestra ruta todavía nos deparará momentos para grabar en la retina. Nos ponemos en marcha. Y mientras llaneamos por el límite de separación entre dos sierras colindantes, a nuestra derecha la imagen nítida de valles y cumbres ondulantes que llenan el paisaje riojano. A nuestra izquierda, los no menos altivos macizos y picachos de la sierra del Urbión, con la estampa visible del pico Zurraquin, hermano menor del Urbión, aunque no menos espectacular por la composición de su suelo en forma de alargadas lascas erizadas.
A través de prolongadas pero suaves pendientes, nos vamos dirigiendo hasta la máxima cota de altura que hoy alcanzaremos. En el camino oímos los ladridos de un elegante y señorial mastín que protege un rebaño de ovejas, como si quisiera advertirnos que mejor no nos acerquemos por sus proximidades. Entendemos su mensaje y dejamos a este fiel can al cargo del ganado que pastorea, mientras el grupo se encamina hacia el punto conocido como “Pico o cerro Buey”.
Hemos llegado a la máxima cota, “Pico de Buey”. Al pie del vértice geodésico que se levanta en la cima, una pequeña piedra irregular, de reducidas dimensiones, nos indica el nombre del lugar y la altura, 2038 m. Podemos decir que es una información complementaria a la que, oficialmente, se inscribe en la placa incrustada en la base del rollo geodésico. Como a todo senderista, nos gusta ver la naturaleza desde arriba. Y esta ha sido una excelente ocasión para cumplir nuestros propósitos. Vistas espectaculares, horizontes diáfanos y satisfacciones compartidas por haber conseguido otro objetivo de esta ruta. Ruta de las calificadas como rompepiernas, como tenemos ocasión de comprobar, pero todavía no ha acabado nuestro periplo por estas alturas. Este pico, por su altitud y demás condiciones climáticas, presenta el aspecto de desnudez medioambiental característico de las alturas, que compensa con la riqueza paisajística oteada desde esta cumbre.
Y como toda subida, el camino de vuelta tiene su bajada. Y este es el caso, pero no para dirigirnos hacia el punto más bajo de partida, sino para acercarnos a otro elevado mirador que nos pondrá ante paisajes y lugares que son un regalo para la vista.
Descendemos de Pico de Buey por irregulares caminos de montaña, aunque el sol de la mañana ha permitido que las piedras que pisamos o el brezo sobre el que apoyamos la bota están más secos y ofrecen menos peligro que a primeras horas de la mañana. Y haciendo una especie de vaguada en el descenso, con pequeños llanos reconfortantes, encontramos otra pequeña, pero coqueta laguna, de aguas limpias y poco profundas, conocida como Laguna Collado del Buey. Y a fe que el nombre se corresponde con su situación, porque se encuentra en un collado que desciende del pico del mismo nombre que acabamos de dejar. No ofrece otra riqueza ambiental que el remanso de aguas de origen pluvial, que se conservan en este entorno, con un remanente hídrico que siempre será bien venido para la fauna y flora que por aquí proliferan.
Salvado este collado emprendemos otro camino ascendente (¿se entiende ahora el calificativo de ruta rompe piernas?) que nos lleva hasta otro morro montañoso de singular belleza por la forma y el fondo que ofrece. Me refiero al pico Peña Negra. Por la forma: si se me permite la licencia metafórica, el lugar representa la alargada proa pétrea de un imaginario barco, anclado en un punto indefinido del horizonte, que tiene como misión vigilar una extensa zona de llanos, puertos de montaña y zonas urbanas, para que no falte el equilibrio entre naturaleza y cultura que se funden en la forma de vida de las personas que habitan estos lares. Por el fondo: aquí el término fondo lo utilizo en su acepción más física: desde esta privilegiada proa, podemos ver la nítida imagen del pueblo soriano de Montenegro de Cameros y el arranque de la carretera del puerto de Santa Inés hasta adentrarse en el término municipal de Vinuesa, en dirección oeste. Y en su vertiente más septentrional, desde Montenegro, resulta visible la carretera que conduce hasta la comarca de las Viniegras riojanas, con vistas también a la latitud oriental desde este mismo núcleo urbano, que nos guía por el puerto de Piqueras, dirección Soria. Un hermoso espectáculo visual que, por si fuera poco, se acompaña con la presencia de una nutrida colonia de buitres
que merodean por estas alturas, aunque se quedan un poco más bajo del lugar que ocupamos y que, sin duda, les hemos sustraído por unos momentos. No nos cansamos de admirar este horizonte y plasmarlo en nuestras cámaras fotográficas. Pero los buitres quieren que les dejemos su espacio libre y nosotros ocupar el camino que nos lleve hasta el punto de partida de nuestra ruta. Así que, llegados a este acuerdo tácito, emprendemos el camino de bajada. Pero para nuestra sorpresa, nos advierte nuestro sherpa que debemos dirigirnos de nuevo hacia Pico Buey. O sea, repetimos otra subida para tomar desde allí (un poquito más bajo) una pista forestal que nos ponga en la dirección del aparcamiento hacia el punto de nieve de Santa Inés.
Con resignación franciscana ponemos rumbo de nuevo hacia el mencionado pico Buey, pero con la sensación de haber satisfecho las expectativas de una ruta exigente, a la vez que llena de hermosas impresiones, no menos excitantes momentos de bellezas visuales y cumplidas satisfacciones por nuestra estado físico.
Nos dirigimos de nuevo hasta el pico Buey. Y antes de de llegar a la cumbre, tomamos una senda forestal, sin más usos que enlazar este camino con la pista de esquí hasta donde llega la telesilla que sirve de recurso invernal para los amantes de la nieve.
El camino es relajante. Se acabaron las subidas. Y en nuestra bajada, podemos ver los postes que marcan el itinerario de la silla de esquí hasta el punto máximo de ascenso, y las protecciones colocadas sobre las bases de sus postes para evitar, según me dice Ángel, que algún despistado se deje los dientes en la bajada.
Son algo más de las 15,00 h. Algunos que, como señalé al principio, han optado por compatibilizar montaña y Valonsadero, tienen prisa por no perderse la fiesta sanjuanera. No hay caña o vinito de despedida de fin de fiesta. Así que emprendemos viaje de regreso.
Otra ruta más aderezada con las sensaciones que el pinar, en este caso visontino, deja en el regusto de quienes amamos y nos apasionamos con estas tierras.
Agnelo Yubero
Vaya ruta exigente y preciosa, las vistas desde peña negra las describes impresionantes y almorzar en los puestos de palomas es una pasada.