PAISAJE KARSTICO Y PARAMOS PALENTINOS

 

Soria, 6 Noviembre 2021

 

 

Traspasamos los límites de nuestra provincia. De vez en cuando, nuestros sherpas programan alguna excursión exploratoria de otras tierras, otros paisajes, otras sensaciones más allá de los campos y montañas de nuestro terruño. Antes, ya han reconocido el terreno y adaptan la ruta a nuestra capacidad de sorpresa en busca de nuevas  atracciones visuales, testimonio de la riqueza que atesora el rico y variado patrimonio paisajístico de nuestra geografía patria. Esta vez ha sido por la comarca palentina, colindante con tierras burgalesas y cántabras. Hablamos del Espacio Natural de Covalagua y Páramos de Lora. Pero empecemos desde el principio.

Nos espera un viaje más largo de lo habitual, así que hoy toca madrugar un poco más que en otras rutas, ya que a las 7,00 h. está prevista la salida en autobús hacia la montaña palentina. Y con la puntualidad que caracteriza al grupo, a esa hora estábamos preparados los veinticinco  entusiastas senderistas que desafiamos los rigores de esta fría mañana de Noviembre.

La noche envuelve todavía la ciudad y casi somnolientos nos acomodamos en el bus  para descansar y recuperarnos  del madrugón o aprovechar la ocasión para mantener una animada tertulia que nos haga olvidar  el tiempo de sueño no disfrutado. Comparto proximidad de asiento con Angel, Alberto y Chema. Y desde el principio del viaje intercambiamos impresiones y hablamos de  los temas más recurrentes que a cada uno le van surgiendo  al hilo de la animada conversación que nos hace olvidar que todavía no ha amanecido o que aún tenemos por delante algunas horas de viaje, en tanto otros/as compañeros/as dormitan plácidamente, mientras el autobús  va recorriendo la N-234 hasta adentrarse en la provincia de Burgos.

Con el sol ya resplandeciente a ratos,  atravesamos periféricamente la ciudad de Burgos y enfilamos hacia tierras palentinas, nuestro destino. Pero como todo viaje largo,  se hace imprescindible la parada de rigor para tomar un café y hacer más corto el viaje. Desconozco, porque no pregunté, si nos encontrábamos todavía en tierras burgalesas o habíamos entrado ya en dominios palentinos. Pero en nuestro bar de descanso, sí puedo relatar una curiosa anécdota: una de las empleadas que atendía la barra me preguntó si habíamos venido por la autovía. No me atrevo a darle una respuesta afirmativa porque en nuestro caso, y dado   el ambiente distendido que traíamos y los distintos cambios de cruces y carreteras, no nos fijamos el tipo de vía que vamos recorriendo. Me explica que la autovía “la abrieron ayer (se trata de  un tramo nuevo de autovía entre las provincias de Burgos y Palencia, como alternativa a la  carretera convencional ya existente) y  queda fuera de la proximidad  al establecimiento que regentamos desde hace treinta años”, y su temor era que este imprevisto le hiciera perder clientela  de los viajeros que circulan por esa ruta. Intento no desanimarla, advirtiendo que la situación de su establecimiento, en cierto modo, es privilegiada  al encontrarse “en medio de la nada”, porque, efectivamente, no hay ninguna población cercana ni otros emplazamientos hosteleros por los alrededores que le puedan hacer  competencia y, por otra parte, el desvío desde la autovía apenas dista 50 metros, con lo que no podía pasar inadvertida la presencia de su bar-restaurante con una adecuada señalización. En fin, no es la opinión de un experto en explotaciones hosteleras, sino solo el relato de una anécdota, de las muchas y variadas que se producen en cada una de nuestras salidas andarinas.

Hemos tomado café, que algunos acompañan con algún complemento de repostería. Nos  vamos acercando  nuestro destino. El tiempo transcurre  rápido y en un ambiente ameno. Atravesamos algunos pequeños núcleos de población, ya en tierras palentinas, y en breve nos hemos plantado ante una señal de orientación que nos indica “Espacio Natural de Covalagua”.

En una empinada carreta de montaña, abandonamos el autobús, recogemos las mochilas, ajustamos los arreos, desplegamos los bastones y ya estamos en el inicio de nuestra ruta. Nos encontramos  en el Espacio Natural de Covalagua, situado  entre las provincias de Palencia y Burgos, dominado por altos páramos y cerros testigo, separados por espectaculares cañones fluviales, que dibujan horizontes quebrados en un mosaico de estepas, praderas y bosques con multitud de especies de flora y fauna.  El espacio constituye un magnífico ejemplo de formación kárstica, fruto de la acción del rio Ivia (o Ibia, como hemos visto escrito en algún panel informativo), que nace en una de las numerosas cuevas que surcan la profundidad de la comarca. Entre sus manifestaciones más relevantes destacan surgencias (la del río Ivia, por ejemplo), dolinas, simas y cuevas.

Por una cómoda y suave bajada, bien acondicionada para el caminante, descendemos hasta una pequeña llanura, donde podemos apreciar la formación kárstica que se ofrece a nuestra vista y la tímida cascada que forma el citado río apenas sale a la superficie. No es una caída de agua excesivamente llamativa, ya que no se han producido en los últimos meses lluvias abundantes para mostrar la belleza de una copiosa cascada. En la misma llanura donde nos encontramos se ha formado una pequeña balsa, mediante intervención humana de contención con muros de hormigón, a modo de testimonio visual del agua que nutre este espacio, y una compuerta de apertura para controlar el agua embalsada. Antes de este descenso hemos hecho una parada en un pequeño mirador situado a medio camino, que ofrece una panorámica  expresiva de  la morfología geológica donde nos encontramos. Desde aquí, podemos vislumbrar ya otros horizontes que se caracterizan por su componente estructural, como los relieves que dan lugar a esos horizontes rotundos, de película del oeste, que aquí reciben el nombre tan significativo de loras. Estos cerros han sido modelados por la erosión de las aguas a lo largo de los últimos millones  de años.

Y si interesante es el paisaje geológico que  ofrece  el cercano horizonte, no menos atractivo y sugerente resulta el paisaje arbóreo y la variedad de flora que vamos recorriendo y que inunda nuestra presencia a derecha e izquierda del camino: hayedos, algún tejo, avellanos, rebollo, quejigos y robledales forman el tejido vegetal y cromático que dan vida a esta comarca, en contraste con la altiplanicie a la que nos dirigimos, y en la que encontraremos, no obstante , especies de pinos y otros arbustos o elementos herbáceos espinosos  que resisten las condiciones del clima y del suelo sobre el que crecen, a modo de testigos vivientes  que dan  vida y color al suelo que domina estas altitudes.

Nos encontramos ya en las llanuras del páramo  donde se deja sentir el viento frío (afortunadamente  no muy intenso en esta fecha) que castiga nuestros rostros, aunque la luz del sol pueda parecer que disfrutamos de otra temperatura más amable.

Enfilamos  en una dirección señalizada por unos curiosos y voluminosos hitos, elaborados con piedra de los lapiaces que por aquí abundan, de forma cónica y  una altura de poco más de 1,5 m. Algunos están rematados por un fragmento de madera o barra metálica, donde se marcan los colores del tipo de recorrido que señalizan una ruta, en este caso, un PR. Nuestra posición nos permite ver ya  el espectacular Mirador de Valcabado, pero no es ese nuestro destino, por ahora. Desde la llanura del páramo descendemos por un camino estrecho para adentrarnos en un hayedo, con aspecto de encontrarnos en un bosque encantado. Y es que el lugar alfombrado de las hojas caducas, el musgo que impregna las piedras y el abigarrado ramaje de ramas y troncos que allí crecen, tienen algo de mágico y espectacular, a la vez que el microclima de esta hondonada que pueblan las hayas nos hace sentir en un ambiente más cálido y ajeno al frío viento que sopla  en la planicie más elevada. Lugar ideal para hacer el obligado descanso de toda ruta, mientras damos cuenta de los deseados bocadillos reparadores de energía. No podíamos haber escogido mejor  rincón para nuestra parada de rigor, a la vez que nos permite admirar con calma la belleza del entorno.

Satisfechas las necesidades más básicas, nos ponemos en camino por la estrecha y acogedora senda que se abre en la espesura del hayedo. Nos dirigimos hacia una zona más elevada, llana y rocosa, sometida al frío, el viento y la aridez, donde solo pueden prosperar matorrales rastreros dominados por la aulaga o aliaga y el brezo, con matas dispersas de encinar y zonas de praderas pedregosas.

Y  nuestro caminar se dirige hacia un curioso y ancestral recurso, que conserva la memoria de los antiguos ganaderos que poblaban estas tierras y su método particular para librarse de la amenaza de los lobos: el emplazamiento conocido como “Pozo de los Lobos”. Se trata de una pequeña construcción de piedra, actualmente restaurada, de forma circular, por la que se accedía a través de una abertura exterior, que , una vez traspasada, precipitaba directamente a un pozo, cubierto y disimulado en el exterior con ramaje superficial, donde caían los lobos que eran conducidos hasta allí. Esta forma de capturar y abatir alimañas se remonta al siglo VIII. Entonces no existían armas de fuego y la manera de librarse del temido animal era mediante gritos y otros ruidos amenazantes que codificaban los ganaderos del lugar, por medio de los cuales obligaban al lobo a dirigirse por una determinada dirección,

convenientemente delimitada por  paredes de piedra o empalizadas, para que llegara hasta el pozo de captura. Construcciones de este tipo también encontramos en los montes astur-leoneses y, en concreto, me viene a la memoria la existente en el camino que conduce de Posada de Valdeón a Cain,  puerta de  entrada al archiconocido  Desfiladero del Cares.

No deja de admirarnos, cuando vemos estos recursos, la capacidad del ser humano para idear formas que le preserven  de los peligros que amenazan sus  medios de subsistencia. En este caso, como ocurre hoy, se trataba de preservar el ganado de los ataques  del lobo. Aún con todo, la supervivencia del depredador estaba garantizada  (de lo contrario, no hubieran llegado hasta nuestros días), sin necesidad de hacer gala de una conciencia ecologista, tan de moda en nuestro tiempo, aunque, a veces, ese pretendido ecologismo entre en conflicto con los legítimos intereses de quienes defienden sus recursos de vida, su ganado, como lo hacían los antiguos pobladores de los páramos palentinos.

Y sorprendidos todavía por la capacidad imaginativa  (y no menos organizativa) que tenían estos primitivos pobladores de Las Loras, ahora sí nos dirigimos al observatorio natural  que nos sitúa frente al vasto territorio que conforma, a vista de pájaro,  el Espacio Natural que estamos recorriendo. Se trata del Mirador de Valcabado. Situado al borde de la Lora de Valdivia (Ayto. de Pomar de Valdivia), desde aquí se tienen las vistas más impresionantes de todo el valle de Valderredible y las cumbres de la cordillera cantábrica. Desde su barandilla se pueden disfrutar con facilidad los pueblos palentinos de Lastrilla, Cezura y Berzosilla, amén de otros pueblos cántabros, que se intercambian y suceden con los de la región castellana, además del páramo de La Lora,  llanuras con algunas

ondulaciones en el terreno, que alternan con valles y depresiones de arenisca. El territorio que observamos cubre tres provincias ( Burgos, Palencia y Santander) y la variedad de paisajes es espectacular. Foto de rigor de todo el grupo en este privilegiado y especial enclave para, posteriormente, dirigirnos a otro no menos singular, por su forma y colocación, elemento ambiental de esta sorprendente Lora palentina. El autobús está  en el aparcamiento que hay junto al Mirador, pero nadie decide hacer uso del mismo para acercarnos (1,1 Km.) hasta el Menhir de Canto Hito,

un sencillo monumento megalítico, en forma de piedra alargada en sentido vertical ( 3,5 m. de altitud) e inclinada ( lo que evoca la figura de la Torre de Pisa, salvando distancias y dimensiones), y con su base inferior enterrada o clavada en el  suelo para evitar que caiga. No está claro el origen de esta curiosa y estilizada piedra, pero bien pudiera deberse, como otros monumentos neolíticos que son frecuentes en esta extensión geográfica, a alguna construcción funeraria. Cuando llegamos al emplazamiento de la piedra, una pareja se nos ha adelantado y mientras ella con agilidad hace el pino junto al testigo megalítico, su acompañante intenta captar el momento con su cámara fotográfica para dejar testimonio de la elasticidad de la muchacha. Chema, que ha sido el primero del grupo  en llegar hasta el lugar, contempla admirado la habilidad de la chica (creemos treintañera), y  cuando me acerco a contemplar la escena, me invita a hacer lo mismo para inmortalizar en su cámara nuestro paso por este singular monumento. Declino amablemente su invitación, con el pretexto de que no disponemos de pegamento de contacto para unir posteriormente los fragmentos de mi cuerpo que quedarían después del intento. Una sonrisa cómplice y comprensiva de la pareja parece darme la razón.

Volvemos hacia el próximo objetivo a visitar, que no es otro que  la espectacular “Cueva de los Franceses”. Pero nuestra cita programada no es hasta las 16,00 h. Y todavía son las 15,00, así que ocupamos el tiempo en algo tan perentorio y prosaico como hacer el almuerzo  en las inmediaciones del lugar. No disponemos de restaurante o cafetería donde consumir, así que nos acomodamos sobre unas piedras de considerables dimensiones que delimitan el exterior de la zona que ocupa la Cueva. De nuevo abrimos las mochilas para dar cuenta de las últimas viandas que nos quedan y completar nuestras necesidades gastronómicas.  Queda casi una hora para la visita  y el exterior no es el mejor sitio  para matar el tiempo, dadas las inclemencias climatológicas. Así que, mayoritariamente, optamos por refugiarnos en el autobús que lo tenemos en el aparcamiento del lugar y continuar la tertulia post-almuerzo.

Y a la hora convenida entramos en la llamada Cueva de los Franceses. Se accede a través de un túnel artificial, horadado en la piedra caliza del páramo, interrumpido por tres puertas de cierre en esclusa que eliminan la corriente térmica que durante mucho tiempo fomentó su desecación, según nos informa Mirian, nuestra guía que nos acompañará en el recorrido. El nombre de la cueva proviene de haber sido el último reposo de los combatientes franceses que cayeron en un enfrentamiento ocurrido en el Páramo de la Lora durante la guerra de la Independencia (1808) entre tropas napoleónicas y un destacamento de húsares (unidad de caballería ligera) cántabros. Los nativos desconocían que las entrañas de la tierra guardaban un secreto de  inmenso valor geológico; sencillamente arrojaban los cadáveres por un hueco  abierto en la tierra (entrada natural a la cueva, aún conservado) a modo de espontáneo y fácil enterramiento. Lo que vamos a ver dentro,  explica Mirian al comienzo de la visita, es el efecto de dos procesos causado por el agua: de un lado, uno físico, que es la filtración del agua a través del suelo calcáreo que domina este paraje, y de otro, un proceso químico, consistente en la disolución del carbonato cálcico de las rocas que producen las filtraciones y que con el tiempo originan la variedad de formas que encontramos en la cueva. Recorremos casi 500 metros de pasarelas por un complejo kárstico que sorprende a cada paso. Impresionantes mantos calcáreos, formaciones de estalactitas y estalagmitas, coladas, columnas y pozos se escalonan a lo largo del recorrido. Los juegos de luces sobre las espectaculares formaciones geológicas realzan aún más su fantasmagórica belleza y suntuosidad. En este espacio natural podemos apreciar, según nos sugiere la guía, cómo se alternan la potencia de las formas y la fragilidad de los procesos. Se completa la visita con la proyección de un audiovisual explicativo de la historia geológica y humana de la cueva.

A modo de apunte cultural, diremos que la cueva fue dada a conocer en 1904 por D. Luciano Huidobro, sacerdote, catedrático, erudito y residente temporal del pueblo próximo de Puentetoma. Otro dato curioso de esta maravilla geológica es que durante muchos años la entrada natural a la cueva, hoy protegida e inaccesible para el visitante, fue utilizada de forma habitual por los pobladores de la zona, descolgándose hacia el interior por medio de cuerdas y ascendiendo al exterior por el mismo procedimiento.

Ha sido algo menos de una hora visitando un trozo de la historia de la tierra. Las variedades geomorfológicas que hemos contemplado en las entrañas de esta comarca nos dejan el buen sabor de boca que  servirá de tema de conversación para el viaje de vuelta. Son algo más de las 17,00 h y nos ponemos ya camino de regreso a nuestra ciudad.

Con el mismo ánimo que hicimos la ida, vamos consumiendo kilómetros mientras comentamos las impresiones y sensaciones vividas en esta singular salida. Tenemos intención de parar en Barbadillo del Mercado a tomar el consiguiente refrigerio que, a la vez, nos permita estirar las piernas. Pero el bar previsto donde deberíamos hacer la parada está cerrado. Así que la opción es fácil: seguir nuestra ruta hasta el final del trayecto. Y así, con la noche cubriendo  el cielo de Soria, al filo de las 20,00 h., nos hemos plantado en el punto de donde partimos.

Otro día  para disfrutar

Otro evento más para el recuerdo

Otra visita  para aprender

 

Agnelo Yubero

 

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