VILLACIERVOS Y SU CUEVA

 

 

 

                                                                       Soria, 25 Mayo, 2024

 

Nos quedamos cerca de la capital. La ruta de hoy, afortunadamente, tiene poco recorrido en coche. Y eso siempre se agradece. Apenas 13 Km.  nos separan del punto de inicio de nuestra marcha sabática: vamos hasta Villaciervos.

Estamos citados a las 8,00 en el lugar de costumbre. Antes de la hora convenida, algo más de veinte compañeros/as del grupo  ya hemos puesto rumbo al cercano municipio soriano.

Y casi sin enterarnos llegamos a la (supuesta) villa que antecede al nombre del animal que completa su identidad como municipio.

Aparcamos frente al hostal, hoy cerrado, a la entrada del pequeño núcleo poblacional, y que fue, en sus tiempos de actividad hostelera, parada obligada para muchos camioneros (y no camioneros) que circulaban por la N-122, por su ubicación, facilidad de aparcamiento y, sobre todo, por el buen yantar que disfrutaban quienes en él reponían fuerzas y energías para continuar al volante.

Sin más preparativos que los obligados de todo comienzo de ruta, nos ponemos en marcha por una cómoda pista de tierra, apta para vehículos agrícolas, que nos adentra en el bosque de Villaciervos.

Campos de cereales, primorosamente reverdecidos, preludio de una cosecha que apunta floreciente, suaves quebradas de terreno que ondulan el paisaje,  y ese olor a tomillo que desprende el suelo donde esta hierba coloniza el aroma campestre, son las primeras impresiones que recibimos del todavía desconocido monte del municipio que hoy visitamos.

Tenemos ya información de que la ruta no es muy exigente en cuanto a esfuerzo, severidad del terreno, distancia, etc., pero eso no resta un ápice de entusiasmo con el que iniciamos un camino, sea donde sea, por conocer cada rincón de esta amplia y despoblada provincia. Y hablando de despoblación, Villaciervos no es una excepción a esta desangelada condición de nuestra tierra. Aunque, a falta de personas con las que hablar en nuestra rutina caminante, a veces recreamos pensamientos y sensaciones  con el campo, su monte, su suelo herbáceo, sus aromas naturales, la variedad y frondosidad de sus árboles…., en fin, lo que tiene de espectacular y novedoso el hábitat natural de   nuestra patria chica que vamos descubriendo.

Nos adentramos enseguida por el frondoso monte de sabinas y encinas que se yerguen sobre este calizo terreno. Pero antes, hemos hecho parada obligada en un discreto y casi desapercibido manantial, si no fuera por el pequeño embalsamiento de agua que forma a su alrededor. Se le conoce como la fuente de Villaciervos y  a ras de suelo aflora el agua que se mezcla con las hojas de las plantas  de la vegetación circundante, como si el agua y la vegetación que se mece en su cauce  se fundieran en un deseado abrazo ecológico, fruto de la fusión de dos pasiones naturales.

Seguimos caminando entre encinas y sabinas. El monte huele a tomillo y romero. Y las acículas sabinares, que parecen saludarnos a nuestro paso, ponen el toque elegante, distinguido y señorial que este resiliente árbol confiere al visitante que se adentra en su territorio.

Y así, a la sombra de la masa boscosa que llena estos campos, vamos consumiendo kilómetros, en busca del objetivo y novedad que justifica nuestra ruta de hoy. Un suelo alfombrado de verde, cromatizado con los colores blanco y amarillo que emana de las flores primaverales que por aquí florecen, redondean el encanto del paisaje  y la admiración de quienes, como Paula, han calificado alguna foto de este entorno con una sencilla y sentida expresión: “¡qué alfombra tan bonita!”. Otros, como Félix, no se han resistido a recoger en la cámara de su móvil la impagable imagen de Ricardo,  cuerpo a tierra, tratando de captar primerísimos planos de las flores primaverales que cautivan nuestra mirada y que sabemos tienen una existencia efímera. Hemos llegado en el momento justo para disfrutar de estas sensaciones visuales que la primavera nos brinda y, en este caso, el monte de Villaciervos pone a nuestro alcance.           

Seguimos adelante, entre flores, plantas, sabinas y encinas, hacia el objetivo que hoy justifica nuestra presencia por estos pagos: la Cueva del Monte de Villaciervos.

La ventaja de llevar un guía en nuestras rutas es que no tenemos dudas para llegar al punto previsto. Los mochileros que van por libre, tal vez no tienen tanta suerte. En este caso, la experimentada mano de Ricardo y su inefable wikiloc nos van acercando con precisión milimétrica al paraje de interés. Y en menos de lo esperado, nos encontramos con un alargado agujero a ras de tierra en medio de dos “mini dolinas”: es la cueva que  buscamos. La entrada a la cueva se realiza bajando un escalón, hasta un enorme porche. Tras agacharnos, el porche continúa y se abre otra gran sala, alta, unos 4 metros, cómoda de recorrer. Y la pregunta que se hace ya viral cuando entramos en estas cavidades subterráneas: “¿dónde está Lolo?”. El consorte de Mariam es un especialista en el conocimiento de las profundidades cavernícolas y en estas ocasiones, cuando disfrutamos de paisaje oscuros, echamos de menos su presencia. Así que cada cual aventura lo que tiene ante sus ojos, cómo se ha formado el interior de la cueva,  qué procesos bioquímicos han producido esos resultados, por qué tienen ese  color las  masas pétreas y las singulares  formas estilistas que admiramos, tan pronto semejan estalactitas, como medusas colgantes del techo. A falta de otros conocimientos espeleológicos sobre la cueva, nuestra descripción se limita a dar rienda suelta a las impresiones que produce a cada observador.

Tras atravesar la sala que prolonga el porche, parece que la cueva se termina ¿ya? ¡No! Solo es una gran estalagmita que al engordar casi cierra el paso, pero se continúa por su derecha. Y por aquí, por una especie de escaleras se pasa al otro lado. Desde dentro se puede ver la parte superior de la estalagmita, parece partida, pero está inclinada.

Cruzado este paso, la cueva se vuelve amplia, en una larga galería, de unos 100 metros. Llegamos a un punto que la cueva vuelve a “estrangularse”, pero ofrece un hueco para pasar. En el interior podemos apreciar algo inédito hasta ahora en las visitas a estas cavidades: los llamados “gours”. Los gours  son diques de varios cm. de alto que se forman por la acumulación de materiales que arrastra el agua; estos diques pueden llegar a retener el agua  dando lugar a piscinas naturales. Y tan naturales, como que a simple vista, parecen construidos por mano humana, si observamos la perfección de su estructura  y simetría de formas. El gour de la Cueva del Monte se llama Bañera de la Reina, aunque parece que algunos lugareños lo conocen como Pilón de la Niña. No hemos tenido suerte y aparecen casi secos, sin agua, pero en otras épocas de crecida, deben ofrecer (es lo que la imaginación nos dice) un aspecto de auténticas piscinas. Suponemos que en verano viene mucha gente, por su cómoda visita y breve aproximación. Por desgracia la cueva está muy deteriorada por los visitantes que no tienen nada mejor que hacer que dejar su nombre en las paredes de la cavidad. Y no podían faltar los habitantes naturales de estas oscuras cavidades: los murciélagos. Han sentido nuestra presencia y revolotean por la extremidad más oscura de la cueva, como si quisieran advertirnos que estamos en territorio comanche de su propiedad y no somos bien recibidos. Apenas los molestamos y vamos abandonando su hábitat natural.

Dejamos la cueva y enseguida buscamos acomodo en un llano del bosque donde hacer el ritual de cada ruta: la ingesta del bocadillo reparador. No nos cuesta mucho elegir un espacio salpicado de piedras, que nos sirven de improvisados asientos para nuestros fines gastronómicos. Cada cual saca de la mochila el deseado refuerzo alimenticio que vamos regando con la bota colectiva, imprescindible ya en cada ruta.

Disfrutamos de una temperatura excelente. El sol nos acompaña toda la mañana, aunque sin apretar en exceso. El ambiente es agradable y la caminata se hace más animada, mientras el suelo que pisamos es  una  tupida y cromática alfombra vegetal que irradia el color de las flores y la pujanza del sustrato herbáceo en los claros del camino.

Cuando abandonamos este hábitat, nos adentramos de nuevo por el monte de sabinas, carrasca y encinas. Salvamos  un pequeño desnivel y nos dirigimos hacia una construcción que hemos avistado en las proximidades. Es de estructura circular, excepto en su cara sur que es alargada, y en apariencia pudiera servir de recurso para la atención y cuidado del ganado que por estas tierras pastan. Nada más lejos de la realidad. Se trata de una pequeña ermita dedicada a un santo de curioso nombre: Santo Morrón.  Creo que es José quien a está a mi lado, cuando descubrimos el curioso nombre del santo, y no podemos reprimir una sonrisa cómplice por la originalidad de sus señas de identidad, que nos recuerda la variedad de una clase de pimiento rojo. Está situado en el camino de la Lámpara, (así conocido por los villaciervenses) y su interior fuertemente protegido por una recia puerta que parece un blindaje a esta humilde ermita perdida en el campo. Solo a través de un ventanuco de reducidas dimensiones, en la misma fachada que la puerta, y difícil visibilidad de su interior,  podemos vislumbrar algo así como la talla de una imagen religiosa, primorosamente conservada y adornada con elementos florales. No he podido encontrar documentación sobre el origen de esta advocación al santo, su vinculación con el pueblo y otros aspectos etnográficos que  proporcionaran más información del  titular que allí se venera. Pero hemos conocido otro rincón sacralizado en pleno campo, al que rinden tributo religioso los pobladores de Villaciervos.

Dese aquí enseguida salimos a una cómoda pista agropecuaria que recorremos en animada tertulia entre los grupos que se forman en toda ruta colectiva. El pueblo lo tenemos al alcance y el esfuerzo para rematar nuestra jornada no agota nuestras energías, ni mucho menos.

Hemos llegado a Villaciervos, pero la curiosidad nos lleva a visitar una de las dos Iglesias que han formado parte del patrimonio religioso de este municipio. No estamos de suerte. La pretendida Iglesia a visitar se encuentra  cerrada, ya que están de obras por cuanto parece que ha cambiado su uso religioso por otro  de actividades cívicas y culturales.

Apenas unos metros nos separan del lugar donde estacionamos los vehículos. Y una vez acomodados, estamos de camino  hasta las inmediaciones de Gaya Nuño, donde haremos el último esfuerzo de “levantamiento de vidrio” (entiéndase, levantar el vaso de la refrescante  cerveza o el estimulante vinito), a la vez que saboreamos los no menos refrescantes momentos que hemos vivido en esta ruta “cavernícola”. Nos asegura Ricardo que si nos gustan las cuevas, visitaremos alguna más. Le tomamos la palabra.

 

Agnelo Yubero

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