GARAGÜETA:  LA NATURALEZA HECHA ARTE

 

 

Soria, 3 Diciembre 2022

 

No me resisto a empezar la crónica sin hacer antes una breve y sencilla reflexión, sin  ánimo adoctrinador, sobre el motivo del título que encabeza este relato.

A lo largo de la historia de la humanidad, el hombre se ha movido entre dos grandes categorías o realidades. Por un lado, nos referimos a la NATURALEZA, como  lo que encontramos en el medio ambiente natural, lo que nos viene dado como seres humanos cuando nos reproducimos  o lo que vamos desarrollando en nuestro devenir biológico. Por otro, la extensión universal de lo que llamamos CULTURA, que comenzó siendo una ruda transformación de elementos naturales, para evolucionar hacia formas que dieron vida a ideas, generadoras de nuevos conocimientos; normas o códigos, que regulan tipos de comportamientos;  símbolos, abstracciones  que encarnan  realidades muy concretas en la vida personal y social de los humanos o creaciones estéticas, que expresan percepciones, sensaciones, sentimientos, emociones…  raíz de lo que comúnmente llamamos arte. Y es este último aspecto de la cultura el que muestra el semblante más identificado con el espacio  que hoy visitamos, en el sentido de un armonioso maridaje entre naturaleza y expresión de belleza cincelada por una mente más allá de lo humano, en tanto que,  como herencia natural, nos permite evocar sensaciones o sentimientos similares  a la creación de una obra de arte hecha por el hombre.

Nos hemos dado cita para ver y disfrutar, una vez más, el Acebal de Garagüeta. Y antes de las 9,00, llegamos a Arévalo de la Sierra, puerta de entrada  (o una de ellas) a este vergel espinoso. Y en este caso, el término “espinoso” carece de connotaciones negativas; más bien,  sus espinas han protegido la belleza natural de esta especie arbórea.

Aparcamos los coches en un idóneo rincón, junto a la carretera,  dentro del casco urbano del pueblo. El día ha amanecido con un cielo gris plomizo y una baja temperatura (no superamos los 2º C), que nos advierte de la necesidad de usar guantes, gorros, prendas de abrigo y  chubasquero en la mochila, como precaución ante alguna débil nevada, según las previsiones   meteorológicas.

Y cumplido el ritual de toda salida (estiramiento de bastones, asegurar la vestimenta de abrigo, ajuste de mochilas, etc.), ponemos rumbo a lo alto de la ladera inclinada donde se acota nuestro esperado y admirado objetivo.

Vamos saliendo del pueblo y  apenas hemos dado unos pasos dejamos a nuestra derecha la ermita del Santo Cristo de los Remedios, construcción que data de finales del siglo XVIII. Externamente no presenta elementos artísticos de interés, sino lo verdaderamente curioso es la leyenda que  atestigua el motivo de su construcción en ese lugar. Parece ser que dicho Cristo lo transportaban en una mula o burro, con la intención de hacerlo llegar hasta el vecino pueblo de Torrearévalo. Al llegar a un punto, el animal se negó a seguir, por mucho que el arriero (ó arrieros) le atizaran para que continuara su camino. Los vecinos captaron el “mensaje” que les transmitía la tozudez del animal, en el sentido de que quería quedarse allí, por lo que decidieron construir una ermita bajo su advocación en el mismo lugar que ahora atravesamos. Leyenda, cuyo parecido argumento también se encuentra en otros santuarios de la provincia, como el caso de la Virgen de Inodejo, en Las Fraguas, por poner un ejemplo.

Dejamos el municipio atrás y encaramos una amplia pista blanca, apta para el tráfico rodado, que se nos presenta en línea recta ascendente y continuada. A través de la misma, vamos cruzando lugares que tienen su propio dominio toponímico. Y así, en primer lugar, andamos por Los Rozones, continuando por el Camino de las Dehesillas, donde encontramos, a nuestra derecha, naves ganaderas dedicadas a  la cría de vacuno. Y al comienzo de la cuesta que se perfila ante nosotros, entramos en Los Iriazos, para seguir luego por la Cuesta de la Cerrada del tío Blas (este nombre sí encaja mejor con la orografía del terreno que transitamos). Y así, subiendo un más que respetable trayecto de esfuerzo inicial (¡menos mal que nuestras energías  están todavía intactas!), llegamos hasta un falso llano, donde se cruza con otra pista que viene de Torrearévalo. En la ladera que se orienta más al norte, podemos ver ganado vacuno que pasta por estas latitudes, como en los prados acotados que dejamos atrás,  recurso tradicional que ha proporcionado y proporciona riqueza a la comarca.

Ahora tomamos dirección noroccidental, para irnos acercando hasta la portilla de entrada del Acebal. Y aunque tenemos todavía un corto trecho de pendiente, enseguida avistamos el acceso a nuestro objetivo. Hoy somos los primeros en abrir la puerta de este recinto consagrado al acebo. Ningún coche en el aparcamiento  o visitante a la vista. No son todavía las 10,00 h. Pero antes de adentrarnos en el paraje, un pequeño grupo de nosotros hemos optado por llegar hasta el cerro del Alto de La Cruz, 400 metros arriba de la entrada al parque, para conocer los restos de lo que fue un castro celta. Y en este altiplano, encontramos un contorno marcado por pequeñas paredes de piedras en algún tramo, que se hacen más elevadas en otro, así como una sirga metálica sujetada a lo largo en pequeños mástiles de hierro, que realiza la función de lo que se conoce como “pastor eléctrico” para impedir la entrada de ganado, a la vez que perimetran el histórico castro, mientras disfrutamos de  una extensa panorámica de esta sierra: hacia el sur, el nítido perfil del pueblo de Almarza; un poco más alejado, en la misma dirección, San Andrés de Soria y en una desviación hacia el este podemos vislumbrar una pequeña edificación  en un claro  del arbolado de la dehesa: es  la ermita de los Santos  Nuevos, lugar de culto y romería que celebran en excelente armonía los vecinos de los pueblos citados, basada en los hechos que cuenta una conocida leyenda para justificar esta cordial vecindad y que no es el caso reproducir aquí .

Satisfecha nuestra curiosidad por la visita al histórico castro, así como por la vasta  panorámica que ofrece la fecunda dehesa y el no menos poblado robledal que se extienden por esta serranía de la comarca de Almarza, descendemos de nuestro privilegiado mirador para entrar en otro espacio donde la naturaleza ha dejado su impronta más particular, en su forma de plasmar una obra de arte que no tiene imitadores en otro lugar de la geografía terrestre. Estamos a la entrada del  acebal, y en la misma puerta, a la que se anexa  una pequeña cubierta de estilo rústico, con un par de bancos adosados a los extremos, encontramos un panel explicativo sobre el origen natural, pertenencia, especies cohabitantes, fauna, flora, etc. de este reducto de la sierra de Alba. Empezando por la propiedad, la leyenda de Mortero, registrada en dicho panel informativo, nos explica cómo Garagüeta, que fue dehesa de pasto y explotada por un pueblo ya desaparecido, de nombre Mortero, a 2 Km.de Arévalo en la carretera a Almarza, pasó a depender de Arévalo y Torrearévalo. No voy a repetir el apasionante relato de este hecho legendario por suponerlo ya conocido, pero sí quisiera resaltar que en el mismo se reproducen elementos recurrentes  de otros relatos de leyenda de nuestra provincia, que parecen idealizaciones de un subconsciente colectivo creadas por el imaginario popular: así ocurre, por ejemplo, en la leyenda del fantasma de Masegoso (envenenamiento masivo por  contaminación de la fuente de agua; Vadorrey o Fuentelfresno, donde aparece la salamanquesa como animal venenoso, lo mismo que en Mortero). Los hechos demuestran otra cosa, como que la salamanquesa no es un reptil venenoso. Pero esto ya pertenece a otro orden de interpretación que no tiene cabida en una animada crónica para entusiastas senderistas.

En cuanto a su origen, parece que  procede de la degradación de los montes de roble y haya. Situado en la cara sur de la sierra de Alba, con  una extensión de algo más de 400 hectáreas, de las que 180 son masa pura de acebo,  enseguida capta la admiración del visitante por la peculiar belleza e idiosincrasia  que inunda este espacio. Y esta particular fisonomía natural, merece un mínimo comentario sobre las características de su poblador más insigne. El acebo es un árbol siempre verde, de 2 a 10 metros de talla, pudiendo alcanzar hasta 16. Tronco recto con corteza lisa y de color verdoso, que con el tiempo se vuelve grisácea, áspera y agrietada. Las hojas, como es sabido, están provistas de agujas punzantes, sobre todo en las partes bajas, para protegerse del ganado. Por este motivo, las matas desarrollan, y con qué perfección, una especie de espesa orla que rodea su perímetro. En las partes más altas, donde ya no necesitan defenderse, las hojas son más ovaladas y carecen de púas. Para no hacer más extensa esta descripción, diremos, por último, que el acebo es funcionalmente dioico, es decir, desarrolla los dos géneros biológicos, macho y hembra. Este último produce un fruto carnoso (drupa), de color verde, en principio, que luego se vuelve rojo coral una vez maduro  y permanece mucho tiempo en el árbol. Y es este aspecto llamativo lo que resalta en la cromática sinfonía de contrastes en la masa acebal que hoy visitamos, aunque, en honor a la verdad, esperábamos una mayor abundancia de rojo, que “compitiera” con el verde de la hoja que comparten  ambos sexos. No obstante, sigue presentando un magnífico aspecto  ornamental la perfecta armonía macho-hembra (¡la naturaleza produce “acuerdos” que la cultura no es capaz de recrear en el ámbito humano!).

Una vez dentro del recinto, Gema, Jesús Mª y este cronista nos hemos quedado algo rezagados respecto al grupo, retraso motivado por nuestra visita al ya citado Alto de la Cruz. Y en el recorrido hasta  el reagrupamiento, nos hemos detenido en la presencia de dos ejemplares de macho y hembra: él, con su porte estilizado y luciendo el verde brillante  de sus hojas y su piramidal figura; ella, además, colmada de drupas entre su ramaje, como si quisiera coquetear en  colorido con el apuesto compañero que tiene a su derecha. Y aquí surge la nota de humor: Jesús Mª, en clave irónica, sentencia: “He aquí una pareja de hecho en el acebal”. Dada su formación jurídica, le pregunto si también de derecho, a lo que a eso, me dice, ya no se atreve a contestar. Gema y yo no podemos contener una espontánea carcajada por tan original comentario.

Nos hemos reagrupado y ahora toca el descanso reglamentario  (llevamos algo más de dos horas desgastando suela), que hacemos junto a la Fuente del Acebal, también conocida como la “Fuente de la Madrastra”, así llamada por  el arroyo del mismo

nombre  que la nutre, y de la cual se dice abre el apetito. Podemos comprobar que ni una cosa ni otra: el apetito ya lo traíamos, así que poco podía abrir, y, además, ¡la fuente no echa agua!, no sabemos si por la  sequía del arroyo o por los hielos que han castigado estas últimas madrugadas la zona y han impedido el abastecimiento a la fuente. El caso es que el bocadillo, la bota, las frutas, el café  y demás energéticos han surgido de las mochilas con natural fruición para satisfacer nuestros indisimulados apetitos de andarines.

Y  tras el preceptivo asueto gastronómico, continuamos entre grandes  acebos que  forman corredores húmedos, salpicados de pequeños prados, habitados por ganado vacuno y caballar. Cruzamos ante alguna de las construcciones que encontramos en el acebal, como en este caso una majada o taina para resguardo del ganado y, adjunto a ella,  un refugio habilitado para uso de los visitantes. En la fachada exterior de la majada  pudimos contemplar, en nuestra anterior visita al acebal, la puesta de un pequeño y emotivo  Belén.

En el camino encontramos canchales, auténticos ríos de piedra, que nos hablan de los orígenes glaciares que cubrieron estos paisajes. Pero además de estos fenómenos prehistóricos, nos adentramos en un sestil o cueva natural, formado por las raíces de los acebos que escenifican una especie de bosque subterráneo encantando, donde no es difícil imaginar la existencia gnomos, hadas o pitufos, recreadores de  este idílico ambiente,  que, en un plan más prosaico, ha servido para refugio a los animales que pastan y se adueñan de estos rincones.

Y en nuestra ruta, vamos a dar con otra de las pequeñas (que no menos admiradas) construcciones del acebal: la choza del vaquero.  Cae una especie de agua nieve cuando llegamos al lugar, pero no lo suficiente como para rebajar los ánimos de seguir conociendo este singular paraje. La choza se conserva en perfecto estado de visita (y, seguramente,  también de uso, si la situación lo exigiera, algo improbable en estos tiempos). Se trata de una construcción que asemeja a nuestros antepasados celtas, por su estructura circular y diseñada para refugio confortable de quien debe atender el ganado que pasta por este monte. Momento para dejar constancia de nuestro paso y hacer la preceptiva fotografía del grupo frente a la entrada  de la choza (sin taparla, por imperativo del fotógrafo), que Ricardo, con su maestría habitual, se encarga de plasmar en la imagen que capta su siempre dotado móvil para estos fines.

Regresamos hacia la portilla del acebal, para iniciar el camino de descenso al origen de partida. Lo hacemos por la misma pista que subimos, pero pronto tomamos otra  dirección alternativa y nos  dirigimos hacia la senda conocida por los lugareños como Carrera de la Horca, para adentrarnos en un cómodo y verde piso, alfombrado por las hojas que han desprendido sus  abundantes y viejos robles que flanquean nuestro camino. Hasta la fría temperatura que hemos soportado todo el trayecto se vuelve más amable por esta nueva y protegida senda  arbórea, mientras vamos llegando  a los depósitos del agua del municipio, que pronto avistamos desde nuestra posición.

Hemos completado la jornada senderista y como todo fin de ruta procede completarla con el refrigerio reparador y confortable, a la vez que entrañable, para compartir sensaciones, vivencias, opiniones o emociones sobre lo visto y  andado hoy. Y lo hacemos en el bar de Arévalo, cuyo origen semántico proviene de “aré-valon”, cerca del muro, refiriéndose a un asentamiento cerca de Numancia y cerca de un castro celtíbero. El  pueblo ofrece un aspecto aseado y bien conservado. No observamos edificios en ruinas, como en otras localidades que hemos visitado y las más antiguas presentan un buen estado, además de otras que han sido rehabilitadas o reformadas, amén de nuevas y amplias edificaciones  que dan más visibilidad y vitalidad a esta comunidad rural. No  faltan en el exterior ajardinado de algunas  viviendas  lustrosos ejemplares de acebo, que miman y cuidan sus propietarios, como guardianes de un privilegiado tesoro que les corresponde conservar. Como apunte histórico hay que señalar que el municipio ha tenido vínculos con personajes sorianos, como los Condes de Gómara o los Marqueses de Vadillo, por ser propietarios de tierras en su término para asegurar el pasto de los ganados.

Y aquí, en el bar del pueblo que lleva el nombre de “El Parque de Garagüeta”, moderno y funcional, nos acomodamos en el pasillo de acceso al interior del establecimiento, por encontrarse este reservado para una comida colectiva. Suficiente para nuestras pretensiones y necesidades. La anécdota la vivimos con la presencia casual de un simpático y dicharachero vecino, de nombre Adolfo, conocido de alguno de nuestros compañeros (Ángel, Gema) por distintos motivos, que nos cuenta anécdotas y curiosidades del pueblo, su entorno y hasta de sus gentes. Y una de sus afirmaciones más firmes que nos transmite es que la conocida choza  que hemos visitado, siempre ha sido para uso de los pastores vaqueros, no de ovino, ya que nunca han pastado ovejas por estos pagos,  como algunos han querido señalar, nos dice.  Lo cierto es que de los textos o documentos que he tenido ocasión de consultar en ninguno de ellos se habla de   la presencia de ovejas por este recinto, pero la contundencia de nuestro informante deja bien claro cuál ha sido el uso de la choza (¡por si había alguna duda!). Y en algún medio de comunicación reciente he leído declaraciones de  nuestro locuaz y dinámico Adolfo, afirmando que el acebal sufrió un incendio en 1959, “pero la naturaleza lo ha regenerado y ahora hay más acebos que nunca”, concluye. Y afortunadamente esta masa se mantiene en un ambiente protegido y  crecimiento sostenido, para preservar  este patrimonio natural. De ello se encarga una empresa particular, conocida como “El Acebarillo”, que se da a conocer, principalmente, en estas fechas de Navidad, poniendo a la venta elementos decorativos hechos con rama de acebo, que dan continuidad a la tradición ornamental navideña con este producto.

Hemos completado casi 14 Km. recorriendo otro de nuestros especiales rincones naturales. Regresamos a la capital. Pero antes de acabar, quiero mandar un cariñoso  saludo y un fuerte abrazo a Feli que, me dicen, se recupera satisfactoriamente de una intervención largamente esperada, ¡Venga, Feli! Antes de lo previsto estás con nosotros gastando  suela de las botas. Y, cómo no: otro recuerdo para Emi, que, suponemos, avanza felizmente en su puesta a punto para compartir caminos y relatar experiencias de nuestras rutas como ella sabe hacerlo.

En la próxima ruta nos veremos por tierras alcarreñas.  Hasta entonces, feliz puente de la Constitución.

 

Agnelo Yubero

 

 

 

 

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